La Historia de una bebida muy nuestra y de fama Mundial
Que no engañe su apariencia burda, el Kalimotxo es la sangre que riega las fiestas populares a orillas del Cantábrico y más allá.
El caldo de cultivo de borracheras monumentales, cánticos desgarrados, viles vomitonas y, en el mejor de los casos, ligues que será difícil recordar a la mañana siguiente, es también un sencillo coctail popular, que se puede pedir en los lugares más insospechados. La combinación de vino y Coca Cola tiene otras denominaciones y se bebe allende nuestras fronteras, pero es el Gran Bilbao quien tiene el orgullo de haber bautizado esta fórmula mágica que unió la tradición vinícola del Mediterráneo con el refresco yankee por excelencia.
El exitoso brebaje tuvo sin embargo un origen desesperado. Se celebraban las fiestas del Puerto Viejo de Algorta de 1972. Los chavales, con ganas de juerga, habían hecho acopio de alcohol en cantidades industriales. La cuadrilla Antzarrak había comprado nada menos que 2.000 litros de vino joven de Rioja a un vinatero local de cuyo nombre no quieren acordarse. A 16,50 pesetas la botella, para ser exactos. Al servir los primeros potes se dieron cuenta de que la gente agriaba la cara, dejaba el vaso en la barra y se marchaba. Hasta que llegó un grupo de txikiteros sin pelos en la lengua: «¡Cojones! ¿Nos quereis envenenar? Este vino está picado».
Drama en el arranque de la fiesta. ¿Qué hacer con el caldo en mal estado? De la complicidad entre los jóvenes inexpertos y los avezados txikiteros surgió la chispa creativa. «Nos dijeron que si nos inventábamos un nombre fantasioso y conseguíamos que no se conociera la receta, podríamos venderlo bien y salvar la fiesta», recuerdan los protagonistas, Agustín Martínez, Jon Elorriaga y Martín Múgica. Hicieron pruebas de todo tipo con los refrescos que tenían a mano, con cerveza y con licor, hasta que dieron con la fórmula del éxito. Cocacola y vino a partes iguales, bien fríos para disimular el sabor.
El invento no era nuevo. Los señoritos de Bilbao ya lo pedían en algunos bares bajo el fino nombre de ‘Rioja Libre’, por emulación autóctona del ‘Cuba Libre’. Demasiado conocido para sonar original. Pasaron el día diciendo sandeces hasta que a las 5 de la tarde se dibujó en la puerta del local la silueta de Kalimero, un chaval de Erandio bastante poco agraciado. «Qué feo eres Kalimero», grito uno. Otro dijo, sin mucho tino, que en euskera feo se decía ‘motxo’. En eso llegó Mortxongo, otro tipo de la cuadrilla. Los jóvenes se pusieron a cantar y -¡eureka!-, había nacido el ‘Kalimotxo’. Desde entonces la receta se mantiene fiel a la tradición. El caldo ha de ser humilde -sería un crimen sacrificar un crianza o un reserva-, pero a cambio la Coca Cola tiene que ser buena, no valen marcas blancas.
Denostado durante décadas por los sibaritas de cocktelería, que asociaban la mezcla a la llana costumbre de beber en la calle y en vaso de plástico, ha tenido en los últimos años un renacer insospechado. Sin llegar a las cotas del gintonic, comienzan a surgir variantes de la receta original y hasta concursos para determinar qué barman lo prepara mejor. La guinda la sirvió el New York Times, que hace un par de años le dedicó un artículo titulado ‘¿Vino y cola? Funciona’ y lo puso de moda entre los yuppies de la Gran Manzana. Además, el nombre original -en su grafía castellana- ha sido aceptado por la Real Academia de la Lengua Española, esa cuyo lema es ‘Limpia, fija y da esplendor’. Mandaremos allí las camisetas manchadas de kalimotxo que acumulamos después de las fiestas.